Tengo que aceptar que en estos últimos años mi pasión por el cine ha ido decayendo poco a poco. La abulia cinematográfica que me afecta se extiende lentamente como una infección directamente instigada por varios acelerantes: la subida de los precios en taquilla, el cierre de las salas más cercanas a mi casa, la repentina desaparición del carnet joven de mi cartera (cumplir los 26 supone el gasto extra de ser, de pronto, adulto para la sociedad), la moda de comprender que se entiende mejor una película en versión original, tener que usar el dinero para pagar el recibo del agua, prescindir de aquel novio que se empeñaba en invitarme...
Éstas, entre otras muchas razones, empezaron primero a inclinar la balanza del cine hacia el lado de la ilegalidad informática, y luego a sustituir directamente el cine por la televisión inédita en España, los dvd´s de serie B de la biblioteca de mi barrio y el gusto por los clásicos. Pero si hay una razón esencial para que el ir a una sala comercial a ver una película de estreno no tuviera cabida en mi agenda semanal y ocuparan todo el protagonismo tres o cuatro films míticos al año de esos que, a priori, te parece sacrilegio no ver en una enorme pantalla con sonido THX y aguantando las pataditas del niño de atrás esa era:la decepción del espectador maltratado.
Probablemente quien me esté leyendo ya haya entendido la expresión asociándola a su propio maltrato como cinéfilo. En mi caso, el maltrato que siento desde hace tiempo viene directamente vinculado a los remakes, las adaptaciones, los finales decepcionantes, las promociones exageradas en las que directores y actores recorren el mundo haciéndose los interesantes y dando la sensación de que no somos nosotros unos clientes a los que deberían tener satisfechos por un trabajo bien hecho sino unos palurdos que deberían agradecerles que les dejaran ver su palmito en 16/9... El tufo que siempre ha tenido el mundo del cine tanto nacional como internacional a culturetas guays dejándose admirar empezaba a crecer en mi nariz en los últimos tiempos. Y, salvo contadas excepciones, cuando iba a ver una película convencida de que esta vez había sido una buena elección volvía a casa con la sensación de haber perdido dinero en la bolsa y renovadas ganas de rememorar la última temporada de Lost (¿quién le mandaría a J.J. Abrahams pasarse al mundo del tufillo?).
Pero en mi última fallida visita a una butaca de la fila 16 volví a sentir por un momento esa intriga de gusanillo en la barriga que crea un trailer de cine. La intriga se pasó en el momento en que le película en proyección me decepcionó una vez más, cómo no, pero se intensificó con una promoción mediática que por primera vez, al menos para mí, ha tenido éxito. Lo que atrae de este gran anuncio no es la prometida gran obra de arte en 35 mm, ni la belleza de sus actores, ni la seguridad de ver grandes interpretaciones; sino un señor llamado Will Smith. El que fuera un chico de Philadelphia desubicado en un barrio pijo es el actor más rentable del año pasado y no me extraña. En la promoción de “Seven Pounds" ("Siete almas") en nuestro país ha demostrado, aparte de que es un payaso y que se pasa 8 horas diarias en el gimnasio (eso ya lo sabíamos), que es un profesional. Y espero no equivocarme, pero después de ver una entrevista con Smith me quedo con la sensación de que, igual que yo vuelvo a las nueve de la noche a mi casa con la firme convicción de que he hecho bien mi trabajo y me he esforzado al máximo, él (aún viniendo de un mundillo atufado) tendrá un sentimiento más cercano al mío del que piensa que haga lo que haga hemos de adorarle por obligación.
Su paciencia, su esfuerzo por hablar castellano cuando quien le estaba entrevistando, en muchas ocasiones, no se esforzaba por hablarle en inglés y su buena cara ante cualquier situación que tuviera que soportar “a trancas y barrancas” (léanse las iniciales con mayúscula si se prefiere) me han hecho sentir lo que hace mucho que no sentía: ganas de arriesgarme a gastarme siete euros y pico en una película que, por qué no, probablemente me deje más fría que un martes nevado en Madrid, pero en la que al menos tengo la sensación de que se ha trabajado para intentar que yo, que soy el cliente, me convierta en habitual.
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