Vivir en una ciudad grande como es, en mi caso, Madrid puede llegar a ser una tortura en un día de atasco, cuando te ponen una zona de copas debajo de casa o cuando la gente se empeña en entrar en tropel al metro en la misma estación en la que tú quieres salir. Pero siempre tiene algo mágico cuando te pones a caminar y encuentras un edificio histórico que nunca habías visitado, una placa en la que te recuerdan que donde tú estás de pie leyendo un trozo de metal estuvo tomando cañas cierto personaje histórico o cuando te topas con una tienda de platos polacos preparados. Las grandes ciudades tienen este halo mágico que hace que las odiemos pero que no sepamos vivir en otro sitio.
Ayer, después de pasar un fin de semana de pequeñas pero difíciles (mucho más de lo que me había esperado) reformas del hogar, y de que la vecina de arriba bajara a exigirme que dejara de cantar (esto es un hecho totalmente cierto que ocurrió sobre las 17 horas) porque tiene derecho a dormir tres horas siesta sin que los demás sean felices; comenzamos a caminar por la calle en dirección a cualquier sitio al que se llegara cuesta abajo -sabia enseñanza de Homer Simpson- y nos encontramos sin previa intención en el nuevo intercambiador de metro de Moncloa. Como la reforma en cuestión sigue sin estar totalmente terminada (aunque la nueva estación está utilizable en su mayor parte) después de cinco o seis años –calculo- de su inicio, tiene una parte cerrada al público y cubierta con una lona con fotos antiguas detrás de la típica valla de obra. La gente que pasa con sus maletas y sus prisas la esquiva para llegar al semáforo, los que andan más relajados miran las fotos y se sonríen por ver tantos señores en blanco y negro y con bigote, y siguen su camino sin darle mayor importancia. Pero ayer nos paramos a leer la información a la que esas fotos viejas sirven de ilustración; un repaso por décadas de la historia de la zona, documentado por el Metro de Madrid que, si bien no arregla la línea 6, últimamente se interesa mucho por su archivos históricos.
Nos vimos trasportados a un recorrido desde los años anteriores a la guerra civil hasta la actualidad que nos llevó más de media hora entre discusiones de dónde se situaría en la actualidad el asilo que fue derruido por los bombardeos y comparaciones de los planos de la zona en las diferentes épocas. Nos enteramos de interesantes anécdotas de remodelación urbana: como que el nombre del edificio Galaxia (uno de los más modernos de Madrid allá por los años 60) en el que ahora se aloja un fantástico McDonalds proviene de que se construyó sobre la ya derruida fábrica de jabones Gal, o que la Junta Municipal del distrito tiene su sede en el antiguo Monumento a los Caídos. Descubrimos una configuración urbanística insólita de la que la guerra no dejó rastro y la antigua ruta del tranvía que llevaba desde las casas de los profesores a la Ciudad Universitaria, del que aún hoy se pueden ver algunos raíles.
De pie frente a la valla de una obra, mientras la gente nos miraba pensando que éramos tontos, nos dimos cuenta, una vez más, de que cuando vives en una gran ciudad nunca sabes qué vas a descubrir a la vuelta de la esquina.
Y en cierto modo, sí, fuimos tontos, porque resulta que dentro del intercambiador hay un panel con la misma información histórica pero bajo techo, bien iluminado y sin valla. Si alguna vez tenéis que hacer un trasbordo en Moncloa y no llegáis tarde a trabajar, parad a leerlo. Merece el tiempo.
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